Clara Laffitte conducía el coche, a bastante velocidad, por la autovía que unía Zaragoza y Madrid.
Era domingo y quería llegar a buena hora a la capital para cenar con su hermana a una hora prudente. Su cuñado, era un hombre bastante quisquilloso con el tema del sueño y ella no quería alterar las rutinas que con tanto esfuerzo se ganan.
Había poco tráfico y hacía una tarde espléndida. Un poco demasiado calurosa para la época del año, pero el aire acondicionado y sus Damas del Jazz le permitían viajar fuera de tiempo y lugar.
El lunes por la mañana ingresaría en la clínica “Corporal Revolution” donde el conocido cirujano plástico Alvarez de Cimorra haría realidad su sueño mas codiciado: recuperar la perdida juventud.
Lifting general, definición del óvalo de la cara, eliminación del pellejo sobrante en los párpados y elevación y aumento de mamas.
No es que estuviese mal. La verdad es que presumía de unos espléndidos 48 años que nadie le echaba. Era delgada y fuerte gracias a sus horas de gimnasio y poseía una exuberante cabellera rojiza que siempre suscitaba comentarios. Y aunque todavía gustaba a los hombres, era evidente que había empezado a volverse transparente para la mayoría de ellos.
Clara no estaba preparada para pasar desapercibida y mucho menos para soportar el desdén que la vejez provoca entre los que aún no la temen.
Nadie le había animado a emprender su cruzada contra el paso del tiempo. Por eso viajaba sola. No quería sermones también en el viaje.
Su hija mayor, Clarita, le había tildado de menopaúsica. A los 22 años era muy fácil ignorar unas tetas caídas hasta la cintura, pero si a ella le salía un grano, sobre todo si era uno de esos blancos que se instalan a los lados de la nariz, entonces el mundo se convertía en un lugar inhóspito con un grano en su centro.
El grano reventaría en un par de días, pero sus tetas jamás volverían por voluntad propia a su lugar de origen.
Su hija pequeña, Marta, con seis años no quería echarla de menos, simplemente. Y sobre todo, le daban miedo los hospitales.
Su marido, además de repetirle hasta la saciedad que estaba buenísima y que no necesitaba de ninguna cirugía, le había llamado coqueta y vanidosa, ante la ineficacia del halago.
Su amante, además de lo anterior, se había escandalizado ante la cifra que iba a pagar por lo que él llamaba “una carnicería sin sentido”.
Sus amigas, en fin, habían recibido el comentario como casi todos los suyos, entre la admiración y el desdén. Dijeron: “¡Si tú no lo necesitas!” pero habían pensado: ”¡ Si será frívola, la gilipollas!”.
Era muy irritante comprobar que, el mundo en general, comprendiera que actrices y seudofamosas se operasen hasta los agujeros y sin embargo hablasen de ley de vida cuando pretendía lo mismo una humana de andar por casa.
Por ejemplo, salía en la tele una conocida actriz que, justamente por ley de vida no podía tener esos pechos y esa cara a los 50 años sin haber pasado por el quirófano, y siempre ,a tu lado, alguien comentaba:
“Fulanita está fenomenal ¿qué años tendrá?”
“ Los nuestros más o menos”
“¡Qué barbaridad, pues parece mucho más joven!”
“Se ha operado hasta las cejas”
“¿Tú crees?”
¡No te fastidia!. A ver si resulta que la vida tiene una ley para las que salen en la tele y otra mucho más inmisericorde para las demás.
Pero lo que le hizo abrir definitivamente los ojos y comprender que los demás la veían, no como una joven madura en torno a los 40 sino como una muy madura cerca de los 50, fué una pregunta que no le hicieron en el radiólogo.
Por primera vez la amable doctora que le ayudaba a colocarse el mandil antirradiación no le preguntó “¿No estará usted embarazada, verdad?”. No se lo preguntó por la sencilla razón de que a las viejas no se les pregunta eso.
“¡Pues te equivocas listilla!. Todavía podría quedarme embarazada. Aún no me ha llegado el climaterio”. ¡Vaya palabreja! parecía el nombre de un tío paleto que amenaza con presentarse de improviso y quedarse para siempre ¿qué tal tío Climaterio? ¿Para muchos días?.
Se rió en voz alta. Estaba de buen humor y ansiosa de que por fin fuese mañana.
Le pareció ver a lo lejos un convoy militar. Decenas de camiones verdes se deslizaban perezosos, ocupando gran parte de la autovía. “¿Qué harán estos por aquí un domingo y a estas horas?”, pensó, un poco fastidiada.
La parte trasera de los jeeps estaba ocupada por jóvenes militares que la saludaban y piropeaban mientras les adelantaba.
Clara se sentía complacida. “¡Pero si podrían ser mis hijos!” pensó mientras sonreía coqueta.
Nunca pudo determinarse si fué culpa del camión al que adelantaba en ese momento o un despiste de Clara, pero el coche conducido por la mujer dió un brusco volantazo a la izquierda y fué, dando tumbos, a parar al otro carril de la autovía.
Lo último que vió fué un enorme autobús que se le venía encima y lo último que le dió tiempo a pensar fué en cómo quedaría su cuerpo después de aquello.
Cuando despertó, estaba tumbada en una cama.
Se sentía cansada y confusa y aunque la habitación le resultaba vagamente familiar no la reconocía exactamente.
Era muy luminosa y en las blancas paredes colgaban muchos de sus cuadros.
En un rincón distinguió la mesa que había hecho con una tabla de planchar.
Reconocía los objetos, no el espacio.
Giró lentamente la cabeza y allí, muy formal, en su mesa, bajo la ventana, su hija pequeña, Marta, dibujaba con rotuladores.
¿O no era Marta?. El parecido con su hija pequeña era increíble. Pero no, definitivamente no era Marta.
La niña levantó la mirada y sus ojos se encontraron. De un salto se puso en la puerta de la habitación y salió gritando: “¡Mamá, mamá, la abuela se ha despertado!”.
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